miércoles, 10 de julio de 2019
miércoles, 12 de junio de 2019
sábado, 1 de junio de 2019
ALGO DE LA GUERRA DEL OPIO
La guerra del Opio (1839-1842), es una muestra más de la
imposición del Imperialismo Británico, siendo en este caso el objetivo
fundamental introducir opio cultivado en la India y que constituía para los
británicos una importante fuente de ingresos.
jueves, 16 de mayo de 2019
Capítulo XIX. BASES. ALBERDI
Capítulo XIX. BASES
Continuación del mismo asunto. Del gobierno y su forma. La
unidad pura es imposible. Acabamos de ver cuáles serán los fines que haya de
proponerse la Constitución. Pero no se buscan fines sin emplear los medios de
obtenerlos; y para obtenerlos seria y eficazmente es menester que los medios
correspondan a los fines. El primero de ellos será la creación de un gobierno
general como los objetos o fines tenidas en vista, y permanente como la vida de
la Constitución. La Constitución de un país supone un gobierno encargado de
hacerla cumplir: ninguna constitución, ninguna ley se sostiene por su propia
virtud. Así, la Constitución en sí misma no es más que la organización del
gobierno considerado en los sujetos y cosas sobre que ha de recaer su acción,
en la manera como ha de ser elegido, en los medios o facultades de que ha de
disponer y en las limitaciones que ha de respetar. Según esto, la idea de
constituir la República Argentina no significa otra cosa que la idea de crear
un gobierno general permanente, dividido en los tres poderes elementales
destinados a hacer, a interpretar y a aplicar la ley tanto constitucional como
orgánica. Los artículos de la Constitución, decía Rossi, "son como cabezas
de capitales del derecho administrativo". Toda constitución se realiza por
medio de leyes orgánicas. Será necesario, pues que haya un poder legislativo
permanente, encargado de darlas. Tanto esas leyes como la Constitución serán
susceptibles de dudas en su aplicación. Un poder judiciario permanente y
general será indispensable para la República Argentina. De las tres formas
esenciales de gobierno que reconoce la ciencia, el monárquico, el aristocrático
y el republicano, este último ha sido proclamado por la revolución americana
como el gobierno de estos países. No hay, pues, lugar a cuestión sobre forma de
gobierno. En cuanto al fondo, éste reside originariamente en la Nación, y la
democracia, entre nosotros, más que una forma, es la esencia misma del
gobierno. La federación o unidad, es decir, la mayor o menor centralización del
gobierno general, son un accidente, un accesorio subalterno de la forma de
gobierno. Este accesorio, sin embargo, ha dominado toda la cuestión
constitucional de la República Argentina hasta aquí. Las cosas han hecho
prevalecer el federalismo como regla del gobierno general. Pero la voz
federación significa liga, unión, vínculo. Como liga, como unión, la federación
puede ser más o menos estrecha. Hay grados diferentes de federación según esto.
¿Cuál será el grado conveniente a la República Argentina? Lo dirán sus
antecedentes históricos y las condiciones normales de su modo de ser físico y
social. Así en este punto de la Constitución, como en los anteriores y en todos
los demás, la observación de los hechos y el poder de los antecedentes del país
deberán ser la regla y punto de partida del Congreso constituyente. Pero, desde
que se habla de Constitución y de gobierno generales, tenemos ya que la
federación no será una simple alianza de Provincias independientes. Una
constitución no es una alianza. Las alianzas no suponen un gobierno general,
como lo supone esencialmente una constitución. Quiere decir esto que las ideas
y los deseos dominantes van por buen camino. Estando a la ley de los
antecedentes y al imperio de la actualidad, la República Argentina será y no
podrá menos que ser un Estado federativo, una República nacional, compuesta de
varias provincias, a la vez independientes y subordinadas al gobierno general
creado por ellas. Gobierno federal, central o general significa igual cosa en
la ciencia del publicista. Una federación concebida de ese modo tendrá la
ventaja de reunir los dos principios rivales en el fondo de una fusión, que
tiene su raíz en las condiciones naturales e históricas del país, y que acaba
de ser proclamada y prometida a la Nación por la voz victoriosa del general
Urquiza. El acuerdo de San Nicolás ha venido últimamente a sacar de dudas este
punto. La idea de una unidad pura debe ser abandonada de buena fe, no por vía
de concesión, sino por convencimiento. Es un hermoso ideal de gobierno; pero en
la actualidad de nuestro país, imposible en la práctica. Lo que es imposible no
es del dominio de la política, pertenece a la universidad, o si bello, a la
poesía. El enemigo capital de la unidad para en la República Argentina no es
don Juan Manuel de Rosas, sino el espacio de doscientas mil leguas cuadradas en
que se deslíe, como gota de carmín en el río Paraná, el puñadito de nuestra
población de un millón escaso. La distancia es origen de soberanía local,
porque ella suple la fuerza. ¿Por qué es independiente el gaucho? Porque habita
la pampa. ¿Por qué la Europa nos reconoce como nación, teniendo menos población
que la antigua provincia de Burdeos? Porque estamos a tres mil leguas. Esta
misma razón hace ser soberanas a su modo a nuestras Provincias interiores,
separadas de Buenos Aires, su antigua capital, por trescientas leguas de
desierto. Los unitarios de 1826 no conocían las condiciones prácticas de la
unidad política; no las conocían tampoco sus predecesores de los Congresos
anteriores. Como lo general de los legisladores de la América del Sur, imitando
las constituciones de la Revolución francesa, sancionaron la unidad indivisible
en países vastísimos y desiertos que, si bien son susceptibles de un gobierno,
no lo son de un gobierno indivisible. El señor Rivadavia, jefe del partido
unitario de esa época, trajo de Francia y de Inglaterra el entusiasmo y la
admiración del sistema de gobierno que había visto en ejercicio con tanto éxito
en esos viejos Estados. Pero ni él ni sus sectarios se daban cuenta de las
condiciones a que debía su existencia el centralismo en Europa, y de los
obstáculos para su aplicación en el Plata. Los motivos que ellos invocaban en
favor de su admisión son precisamente los que lo hacían imposible: tales eran
la grande extensión del territorio, la falta de población, de luces, de
recursos. Esos motivos podían justificar su conveniencia o necesidad, pero no
su posibilidad. "La seguridad interior de nuestra República—decía la
Comisión redactora del proyecto de Constitución unitaria—, nunca podrá
consultarse suficientemente en un país de extensión inmensa y despoblado como
el nuestro, sino dando al poder del gobierno una acción fácil, rápida y fuerte,
que no puede tener en la complicada y débil organización del sistema federal."
Si; ¿pero cómo daríais al poder del gobierno una acción fácil, rápida y fuerte
sobre poblaciones escasísimas diseminadas en la superficie de un país de
extensión inconmensurable? ¿Cómo concebir la rapidez y facilidad de acción a
través de territorios inexplorados, extensísimos, destituidos de población, o
de caminos y de recursos? No tenemos luces ni riquezas en los pueblos para ser
federales, decían. ¿Pero creéis que la unidad sea el gobierno de los ignorantes
y de los pobres? ¿Será la pobreza la que ha originado la consolidación de los
tres reinos de la Gran Bretaña en un solo gobierno nacional? ¿Será la
ignorancia de Marsella, de Lyon, de Dijon, de Burdeos, de Rouen, etc., el
origen de la unidad francesa? No, ciertamente. Lo cierto es que la Francia es
unitaria por la misma razón que hace existir a la Unión de Norteamérica: por la
riqueza, por la población, la practicabilidad del territorio y la cultura de
sus habitantes, que son la base de todo gobierno general. Nosotros somos
incapaces de federación y de unidad perfectas, porque somos pobres, incultos y
pocos. Para todos los sistemas tenemos obstáculos, y para el republicano
representativo tanto como para otro cualquiera. Sin embargo estamos arrojados
en él, y no conocemos otro más aplicable, a pesar de nuestras desventajas. La
democracia misma se aviene mal con nuestros medios, y sin embargo estamos en
ella y somos incapaces de vivir sin ella. Pues esto mismo sucederá con nuestro
federalismo o sistema general de gobierno; será incompleto pero inevitable a la
vez. Por otra parte, ¿la unidad pura es acaso hija del pacto? ¿Qué es la unidad
o consolidación del gobierno? Es la desaparición, es la absorción de todos los
gobiernos locales en un solo gobierno nacional. Pero ¿qué gobierno consiente en
desaparecer? El sable, la conquista, son los que lo suprimen. Así se formó la
consolidación del Reino Unido de la Gran Bretaña; y la espada ha agregado una
por una las provincias que hoy, después de ocho siglos de esfuerzos, compone n
la unidad de la República francesa, más digna de reforma que de imitación en
ese punto, según Thierry y Armando Carrel. Nuestra unidad misma, bajo el
antiguo régimen, la unidad del virreinato de la Plata, ¿cómo se formó?, ¿por el
voto libre de los pueblos? No, ciertamente; por la obra de los conquistadores y
del poder realista y central del que dependían. ¿Sería éste el medio de formar
nuestra unidad? No, porque sería injusto, ineficaz y superfluo, desde que hay
otro medio posible de organización. Si el poder local no se abdica hasta
desaparecer, se delega al menos en parte como medio de existir fuerte y mejor.
Este será el medio posible de componer un gobierno general, sin que
desaparezcan los gobiernos locales. La unidad no es el punto de partida, es el
punto final de los gobiernos; la historia lo dice, y la razón lo demuestra.
"Por el contrario, toda confederación—decía Rossi—es un estado
intermediario entre la independencia absoluta de muchas individualidades
políticas y su completa fusión en una sola y misma soberanía. " Por ese
intermedio será necesario pasar para llegar a la unidad patria. Los unitarios
no han representado un mal principio, sino un principio, impracticable en el
país, en la época y en la medida que ellos deseaban. De todos modos ellos
servían a una tendencia, a un elemento que será esencial en la organización de
la República. "Los paros teóricos, como hombres de Estado, no tienen más
defecto que el ser precoces -ha dicho un escritor de genio-:falta honorable que
es privilegio de las altas inteligencias."
Capítulo XV. BASES DE ALBERDI
XV
De la inmigración como medio de progreso y de cultura para
la América del Sur. Medios de fomentar la inmigración. Tratados extranjeros. La
inmigración espontánea y no la artificial. Tolerancia religiosa. Ferrocarriles.
Franquicias. Libre navegación fluvial. ¿Cómo, en qué forma vendrá en lo futuro
el espíritu vivificante de la civilización europea a nuestro suelo? Como vino
en todas épocas: Europa nos traerá su espíritu nuevo, sus hábitos de industria,
sus prácticas de civilización, en las inmigraciones que nos envíe. Cada europeo
que viene a nuestras playas nos trae más civilizaciones en sus hábitos, que
luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de filosofía. Se
comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa. Un hombre laborioso es
el catecismo más edificante. ¿Queremos plantar y aclimatar en América la
libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y
de los Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ellas en las costumbres de
sus habitantes y radiquémoslas aquí. ¿Queremos que los hábitos de orden, de
disciplina y de industria prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente
que posea hondamente esos hábitos. Ellos son comunicativos; al lado del
industrial europeo pronto se forma el industrial americano. La planta de la
civilización no se propaga de semilla. Es como la viña, prende de gajo. Este es
el medio único de que América, hoy desierta, llegue a ser un mundo opulento en
poco tiempo. La reproducción por sí sola es medio lentísimo. Si queremos ver agrandados
nuestros Estados en corto tiempo, traigamos de fuera sus elementos ya formados
y preparados. Sin grandes poblaciones no hay desarrollo de cultura, no hay
progreso considerable; todo es mezquino y pequeño. Naciones de medio millón de
habitantes, pueden serlo por su territorio; por su población serán provincias,
aldeas; y todas sus cosas llevarán siempre el sello mezquino de provincia.
Aviso importante a los hombres de Estado sudamericanos: las escuelas primarias,
los liceos, las universidades, son, por sí solos, pobrísimos medios de adelanto
sin las grandes empresas de producción, hijas de las grandes porciones de
hombres. La población—necesidad sudamericana que representa todas las demás—es
la medida exacta de la capacidad de nuestros gobiernos. El ministro de Estado
que no duplica el censo de estos pueblos cada diez años, ha perdido su tiempo
en bagatelas y nimiedades. Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad
elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor
sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés, que
trabaja, consume, vive digna y confortablemente. Poned el millón de habitantes,
que forma la población media de estas Repúblicas, en el mejor pie de educación
posible, tan instruido como el cantón de Ginebra en Suiza, como la más culta
provincia de Francia: ¿tendréis con eso un grande y floreciente Estado?
Ciertamente que no: un millón de hombres en territorio cómodo para 50 millones,
¿es otra cosa que una miserable población? Se hace este argumento: educando
nuestras masas, tendremos orden; teniendo orden vendrá la población de fuera.
Os diré que invertís el verdadero método de progreso. No tendréis orden ni
educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos arraigados
de ese orden y buena educación. Multiplicad la población seria, y veréis a los
vanos agitadores, desairados y solos, con sus planes de revueltas frívolas, en
medio de un mundo absorbido por ocupaciones graves. ¿Cómo conseguir todo esto?
Más fácilmente que gastando millones en tentativas mezquinas de mejoras
interminables. Tratados extranjeros. Firmad tratados con el extranjero en que
deis garantías de que sus derechos naturales de propiedad, de libertad civil,
de seguridad, de adquisición y de tránsito, les serán respetados. Esos tratados
serán la más bella parte de la Constitución; la parte exterior, que es llave
del progreso de estos países, llamados a recibir su acrecentamiento de fuera.
Para que esa rama del derecho público sea inviolable y duradera, firmad
tratados por término indefinido o prolongadísimo. No temáis encadenaros al
orden y a la cultura. Temer que los tratados sean perpetuos es temer que se
perpetúen las garantías individuales en nuestro suelo. El tratado argentino con
la Gran Bretaña ha impedido que Rosas hiciera de Buenos Aires otro Paraguay. No
temáis enajenar el porvenir remoto de nuestra industria a la civilización, si
hay riesgo de que la arrebaten la barbarie o la tiranía interiores. El temor a
los tratados es resabio de la primera época guerrera de nuestra revolución: es
un principio viejo y pasado de tiempo, o una imitación indiscreta y mal traída
de la política exterior que Washington aconsejaba a los Estados Unidos en
circunstancias y por motivos del todo diferentes de los que nos cercan. Los
tratados de amistad y comercio son el medio honorable de colocar la
civilización sudamericana bajo el protectorado de la civilización del mundo.
¿Queréis, en efecto, que nuestras constituciones y todas las garantías de
industria, de propiedad y libertad civil, consagradas por ellas, vivan
inviolables bajo el protectorado del cañón de todos los pueblos, sin mengua de
nuestra nacionalidad? Consignad los derechos y garantías civiles, que ellas
otorgan a sus habitantes, en tratados de amistad, de comercio y de navegación
con el extranjero. Manteniendo, haciendo él mantener los tratados, no hará sino
mantener nuestra Constitución. Cuantas más garantías deis al extranjero,
mayores derechos asegurados tendréis en vuestro país. Tratad con todas las naciones,
no con algunas, conceded a todas las mismas garantías, para que ninguna pueda
subyugaros, y para que las unas sirvan de obstáculo contra las aspiraciones de
las otras. Si Francia hubiera tenido en el Plata un tratado igual al de
Inglaterra, no habría existido la emulación oculta bajo el manto de una
alianza, que por diez años ha mantenido el malestar de las cosas del Plata,
obrando a medias y siempre con la segunda mira de conservar ventajas exclusivas
y parciales. Plan de inmigración. La inmigración espontánea es la verdadera y
grande inmigración. Nuestros gobiernos deben proveerla, no haciéndose ellos
empresarios no por mezquinas concesiones de terreno habitables por osos, en
contratos falaces y usurarios, más dañinos a la población que al poblador, no
por puñaditos de hombres, por arreglillos propios para hacer el negocio de
algún especulador influyente; eso es la mentira, la farsa de la inmigración
fecunda; sino por el sistema grande, largo y desinteresado, que ha hecho nacer
a California en cuatro años por la libertad prodigada, por franquicias que
hagan olvidar su condición al extranjero, persuadiéndolo de que habita su
patria; facilitando, sin medida ni regla, todas las miras legitimas, todas las
tendencias útiles. Los Estados Unidos son un pueblo tan adelantado porque se
componen y se han compuesto incesantemente de elementos europeos. En todas
épocas han recibido una inmigración abundantísima de Europa. Se engañan los que
creen que ella sólo data desde la época de la Independencia. Los legisladores
de los Estados propendían a eso muy sabiamente; y uno de los motivos de su
rompimiento perpetuo con la metrópoli fue la barrera o dificultad que
Inglaterra quiso poner a esta inmigración que insensiblemente convertía en
colosos sus colonias. Ese motivo está invocado en el acta misma de la
declaración de la independencia de los Estados Unidos. Véase según eso, si la
acumulación de extranjeros impidió a los Estados Unidos conquistar su
independencia y crear una nacionalidad grande y poderosa. Tolerancia religiosa.
Si queréis pobladores morales y religiosos, no fomentéis el ateísmo. Si queréis
familias que formen las costumbres privadas, respetad su altar a cada creencia.
La América española, reducida al catolicismo con exclusión de otro culto,
representa un solitario y silencioso convento de monjes. El dilema es fatal: o
católica exclusivamente y despoblada; o poblada y próspera, y tolerante en
materia de religión. Llamar la raza anglosajona y las poblaciones de Alemania,
de Suecia y de Suiza, y negarles el ejercicio de su culto, es lo mismo que no
llamarlas, sino por ceremonia, por hipocresía de liberalismo. Esto es verdadero
a la letra: excluir los cultos disidentes de la América del Sur, es excluir a
los ingleses, a los alemanes, a los suizos, a los norteamericanos, que no son
católicos; es decir, a los pobladores de que más necesita este continente.
Traerlos sin su culto es traerlos sin el agente que los hace ser lo que son; a
que vivan sin religión, a que se hagan ateos. Hay pretensiones que carecen de
sentido común, y es una de ellas querer población, familias, costumbres y al
mismo tiempo rodear de obstáculos el matrimonio del poblador disidente: es
pretender aliar la moral y la prostitución. Si no podéis destruir la afinidad
invencible de los sexos, ¿qué hacéis con arrebatar la legitimidad a las uniones
naturales? Multiplicar las concubinas en vez de las esposas; destinar a
nuestras mujeres americanas a ser escarnio de los extranjeros; hacer que los
americanos nazcan manchados; llenar toda nuestra América de guachos, de
prostitutas, de enfermedades, de impiedad, en una palabra. Eso no se puede
pretender en nombre del catolicismo sin insulto a la magnificencia de esta
noble Iglesia, tan capaz de asociarse a todos los progresos humanos. Querer el
fomento de la moral en los usos de la vida y perseguir iglesias que enseñan la
doctrina de Jesucristo, ¿es cosa que tenga sentido recto? Sosteniendo esta
doctrina no hago otra cosa que el elogio de una ley de mi país que ha recibido
la sanción de la experiencia. Desde octubre de 1825 existe en Buenos Aires la
libertad de cultos, pero es preciso que esa concesión provincial se extienda a
toda la República Argentina por su Constitución, como medio de extender al
interior el establecimiento de la Europa inmigrante. Ya lo está por el tratado
con Inglaterra, y ninguna constitución local, interior, debe ser excepción o
derogación del compromiso nacional contenido en el tratado de 2 de febrero de
1825. España era sabia en emplear por táctica el exclusivismo católico, como
medio de monopolizar el poder de estos países, y como medio de civilizar las
razas indígenas. Por eso el Código de Indias empezaba asegurando la fe católica
de las colonias. Pero nuestras constituciones modernas no deben copiar en eso
la legislación de Indias, porque es restablecer el antiguo régimen de monopolio
en beneficio de nuestros primeros pobladores católicos, y perjudicar las miras
amplias y generosas del nuevo régimen americano. Inmigración mediterránea.
Hasta aquí la inmigración europea ha quedado en los pueblos de la costa, y de
ahí la superioridad del litoral de América, en cultura, sobre los pueblos de
tierra adentro. Bajo el gobierno independiente ha continuado el sistema de la
legislación de Indias que excluía del interior al extranjero bajo las más
rígidas penas. El título 27 de la Recopilación Indiana contiene 38 leyes
destinadas a cerrar herméticamente el interior de la América del Sur al
extranjero no peninsular. La más suave de ellas era la ley 7a, que imponía la
pena de muerte al que trataba con extranjeros. La ley 9a mandaba limpiarla
tierra de extranjeros, en obsequio del mantenimiento de la fe católica. ¿Quién
no ve que la obra secular de esa legislación se mantiene hasta hoy latente en
las entrañas del nuevo régimen? ¿Cuál otro es el origen de las resistencias que
hasta hoy mismo halla el extranjero en el interior de nuestros países de
Sudamérica? Al nuevo régimen le toca invertir el sistema colonial, y sacar al
interior de su antigua clausura, desbaratando por una legislación contraria y
reaccionaria de la de Indias el espíritu de reserva y de exclusión que había
formado ésta en nuestras costumbres. Pero el medio más eficaz de elevar la
capacidad y cultura de nuestros pueblos de situación mediterránea a la altura y
capacidad de las ciudades marítimas es aproximarlos a la costa, por decirlo
así, mediante un sistema de vías de transporte grande y liberal, que los ponga
al alcance de la acción civilizante de Europa. Los grandes medios de introducir
Europa en los países interiores de nuestro continente, en escala y proporciones
bastante poderosas para obrar un cambio portentoso en pocos años, son el
ferrocarril, la libre navegación interior y la libertad comercial. Europa viene
a estas lejanas regiones en alas del comercio y de la industria, y busca la
riqueza en nuestro continente. La riqueza, como la población, como la cultura,
es imposible donde los medios de comunicación son difíciles, pequeños y
costosos. Ella viene a América al favor de la facilidad que ofrece el océano.
Prolongad el Océano hasta el interior de este continente por el vapor terrestre
y fluvial, y tendréis el interior tan lleno de inmigrantes europeos como el
litoral. Ferrocarriles. El ferrocarril es el medio de dar vuelta al derecho lo
que la España colonizadora colocó al revés en este continente. Ella colocó las
cabezas de nuestros Estados donde deben estar los pies. Para sus miras de
aislamiento y monopolio, fue sabio ese sistema; para las nuestras de expansión
y libertad comercial, es funesto. Es preciso traer las capitales a las costas,
o bien llevar el litoral al interior del continente. El ferrocarril y el
telégrafo eléctrico, que son la supresión del espacio, obran este portento
mejor que todos los potentados de la tierra. El ferrocarril innova, reforma y
cambia las cosas más difíciles, sin decretos ni asonadas. El hará la unidad de
la República Argentina mejor que todos los congresos. Los congresos podrán
declarar una e indivisible; sin el camino de fierro que acerque sus extremos
remotos, quedará siempre divisible y dividida contra todos los decretos
legislativos. Sin el ferrocarril no tendréis unidad política en países donde la
distancia hace imposible la acción del poder central. ¿Queréis que el gobierno,
que los legisladores, que los tribunales de la capital litoral, legislen y
juzguen los asuntos de las provincias de San Juan y Mendoza, por ejemplo? Traed
el litoral hasta esos parajes por el ferrocarril, o viceversa; colocad esos
extremos a tres días de distancia, por lo menos. Pero tener la metrópoli o
capital a 20 días es poco menos que tenerla en España, como cuando regia el
sistema antiguo, que destruimos por ese absurdo especialmente. Así, pues, la
unidad política debe empezar por la unidad territorial, y sólo el ferrocarril
puede hacer de dos parajes separados por quinientas leguas un paraje único.
Tampoco podréis llevar hasta el interior de nuestros países la acción de Europa
por medio de sus inmigraciones, que hoy regeneran nuestras costas, sino por
vehículos tan poderosos como los ferrocarriles. Ellos son o serán a la vida
local de nuestros territorios interiores lo que las grandes arterias a los
extremos inferioresdel cuerpo humano, manantiales de vida. Los españoles lo
conocieron así, y en el último tiempo de su reinado en América se ocuparon
seriamente en la construcción de un camino carril interoceánico al través de
los Andes y del desierto argentino. Era eso un poco más audaz que el canal de
los Andes, en que pensó Rivadavia, penetrado de la misma necesidad. ¿Por qué
llamaríamos utopía la creación de una vía que preocupó al mismo Gobierno
español de otra época, tan positivo y parsimonioso en sus grandes trabajos de
mejoramiento? El virrey Sobremonte, en 1804, restableció el antiguo proyecto
español de canalizar el río Tercero, para acercar los Andes al Plata; y en
1813, bajo el Gobierno patrio, surgió la misma idea. Con el título modesto de
la navegación del río Tercero, escribió entonces el coronel don Pedro Andrés
García un libro que daría envidia a Mr. Miguel Chevalier, sobre vías de
comunicación como medios de gobierno, de comercio y de industria. Para tener
ferrocarriles, abundan medios en estos países. Negociad empréstitos en el
extranjero, empeñad vuestras rentas y bienes nacionales para empresas que los
harán prosperar y multiplicarse. Seria pueril esperar a que las rentas
ordinarias alcancen para gastos semejantes; invertid esa orden, empezad por los
gastos, y tendréis rentas. Si hubiésemos esperado a tener rentas capaces de
costear los gastos de la guerra de la independencia contra España, hoy seríamos
colonos. Con empréstitos tuvimos cañones, fusiles, buques y soldados, y
conseguimos hacernos independientes. Lo que hicimos para salir de la
esclavitud, debe mas hacer para salir del atraso, que es igual a la
servidumbre: la gloria no debe tener más títulos que la civilización. Pero no
obtendréis préstamos si no tenéis crédito nacional, es decir, un crédito
fundado en las seguridades y responsabilidades unidas de todos los pueblos del
Estado. Con créditos de cabildos o provincias, no haréis caminos de hierro, ni
nada grande. Uníos en cuerpo de nación, consolidad la responsabilidad de
vuestras rentas y caudales presentes y futuros, y tendréis quien os preste
millones para atender a vuestras necesidades locales y generales; porque si no
tenéis plata hoy, tenéis los medios de ser opulentos mañana. Dispersos y
reñidos, no esperéis sino pobreza y menosprecio. Franquicias, privilegios.
Proteged al mismo tiempo empresas particulares para la construcción de
ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo el favor
imaginable, sin deteneros en medios. Preferid este expediente a cualquier otro.
En Lima se ha dado todo un convento y 99 años de privilegio al primer
ferrocarril entre la capital y el litoral: la mitad de todos los conventos allí
existentes habría sido bien dada, siendo necesario. Los caminos de fierro son
en este siglo lo que los conventos eran en la Edad Media: cada época tiene sus
agentes de cultura. El pueblo de la Caldera se ha improvisado alrededor de un
ferrocarril, como en otra época se formaba alrededor de una iglesia; el interés
es el mismo: aproximar al hombre de su Creador por la perfección de su
naturaleza; ¿Son insuficientes nuestros capitales para esas empresas?
Entregadlos entonces a capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera
como los hombres se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidad y de
privilegios el tesoro extranjero, para que se naturalice entre nosotros. Esta
América necesita de capitales tanto como de población. El inmigrante sin dinero
es un soldado sin armas. Haced que inmigren los pesos en estos países de
riqueza futura y pobreza actual. Pero el peso es un inmigrado que exige muchas
concesiones y privilegios. Dádselos, porque el capital es el brazo izquierdo
del progreso de estos países. Es el secreto de que se valieron los Estados
Unidos y Holanda para dar impulso mágico a su industria y comercio. Las Leyes
de Indias para civilizar este continente, como en la Edad Media por la
propaganda religiosa, colmaban de privilegios a los conventos, como medio de
fomentar el establecimiento de estas guardias avanzadas de la civilización de
aquella época. Otro tanto deben hacer nuestras leyes actuales, para dar pábulo
al desarrollo industrial y comercial, prodigando el favor a las empresas
industriales que levanten su bandera atrevida en los desiertos de nuestro
continente. El privilegio a la industria heroica es el aliciente mágico para
atraer riquezas de fuera. Por eso los Estados Unidos asignaron al Congreso
general, entre sus grandes atribuciones, la de fomentar la prosperidad de la
Confederación por la concesión de privilegios a los autores e inventores; y
aquella tierra de libertad se ha fecundado, entre otros medios, por privilegios
dados por la libertad al heroísmo de empresa, al talento de mejoras. Navegación
interior. Los grandes ríos, esos caminos que andan, como decía Pascal, son otro
medio de internar la acción civilizadora de Europa por la imaginación de sus
habitantes en lo interior de nuestro continente. Pero los ríos que no se
navegan son como si no existieran. Hacerlos del dominio exclusivo de nuestras
banderas indigentes y pobres es como tenerlos sin navegación. Para que ellos
cumplan el destino que han recibido de Dios, poblando el interior del
continente, es necesario entregarlos a la ley de los mares, es decir, a la
libertad absoluta. Dios no los ha hecho grandes como mares mediterráneos para
que sólo se naveguen por una familia. Proclamad la libertad de sus aguas. Y
para que sea permanente, para que la mano inestable de nuestros gobiernos no
derogue hoy lo que acordó ayer, firmad tratados perpetuos de libre navegación.
Para escribir esos tratados, no leáis a Wattel ni a Martens, no recordéis el
Elba y el Mississippi. Leed en el libro de las necesidades de Sudamérica, y lo
que ellas dicten, escribidlo con el brazo de Enrique VIII, sin temer la risa ni
la reprobación de la incapacidad. La América del Sur está en situación tan
critica y excepcional que sólo por medios no conocidos podrá escapar de ella
con buen éxito. La suerte de Méjico es un aviso de lo que traerá el sistema de
vacilación y reserva. Que la luz del mundo penetre en todos los ámbitos de
nuestras Repúblicas. ¿Con qué derecho mantener en perpetua brutalidad lo más
hermoso de nuestras regiones? Demos a la civilización de la Europa actual lo
que le negaron nuestros antiguos amos. Para ejercer el monopolio, que era la
esencia de su sistema, sólo dieron una puerta a la República Argentina; y
nosotros hemos conservado en nombre del patriotismo el exclusivismo del sistema
colonial. No más exclusión ni clausura, sea cual fuere el color que se invoque.
No más exclusivismo en nombre de la patria. Nuevos destinos de la América
mediterránea. Que cada caleta sea un puerto; cada afluente navegable reciba los
reflejos civilizadores de la bandera de Albión; que en las márgenes del Bermejo
y del Pilcomayo brillen confundidas las mismas banderas de todas partes, que
alegran las aguas del Támesis, ría de Inglaterra y del universo. ¡Y las
aduanas!, grita la rutina. ¡Aberración! ¿Queréis embrutecer en nombre del
fisco? ¿Pero hay nada menos fiscal que el atraso y la pobreza? Los Estados no
se han hecho para las aduanas, sino éstas para los Estados. ¿Teméis que a
fuerza de población y de riqueza falten recursos para costear las autoridades,
que son indispensables para hacer respetar esas riquezas? ¡Economía idiota, que
teme la sed entre los raudales dulces del río del Paraná! ¿Y no recordáis que
el comercio libre con Inglaterra desde el tiempo del gobierno colonial tuvo un
origen rentístico o fiscal en el Río de la Plata, es decir, que se creó la
libertad para tener rentas? Si queréis que el comercio pueble nuestros
desiertos, no matéis el tráfico con las aduanas interiores. Si una sola aduana
está de más, ¿qué diremos de catorce aduanas? La aduana es la prohibición; es
un impuesto que debiera borrarse de las rentas sudamericanas. Es un impuesto
que gravita sobre la civilización y el progreso de estos países, cuyos
elementos vienen de fuera. Se debiera ensayar su supresión absoluta por 20
años, y acudir al empréstito para llenar el déficit. Eso seria gastar, en la
libertad, que fecunda, un poco de lo que hemos gastado en la guerra, que
esteriliza. No temáis tampoco que la nacionalidad se comprometa por la
acumulación de extranjeros, ni que desaparezca el tipo nacional. Ese temor es
estrecho y preocupado. Mucha sangre extranjera ha corrido en defensa de la
independencia americana. Montevideo, defendido por extranjeros, ha merecido el
nombre de Nueva Troya. Valparaíso, compuesto de extranjeros, es el lujo de la nacionalidad
chilena. El pueblo inglés ha sido el pueblo más conquistado de cuantos existen;
todas las naciones han pisado su suelo y mezclado a él su sangre y su raza. Es
producto de un cruzamiento infinito de castas; y por eso justamente el inglés
es el más perfecto de los hombres, y su nacionalidad tan pronunciada que hace
creer al vulgo que su raza es sin mezcla No temáis, pues, la confusión de razas
y de lenguas. De la Babel, del caos saldrá algún día brillante y nítida la
nacionalidad sudamericana. El suelo prohija a los hombres, los arrastra, los
asimila y hace suyos. El emigrado es como el colono; deja la madre patria por
la patria de su adopción. Hace dos mil años que se dijo esta palabra que forma
la divisa de este siglo: Ubi bene, ibi patria. Y ante los reclamos europeos por
inobservancia de los tratados que firméis, no corráis a la espada ni gritéis:
¡Conquista! No va bien tanta susceptibilidad a pueblos nuevos, que para
prosperar necesitan de todo el mundo. Cada edad tiene su honor peculiar. Comprendamos
el que nos corresponde. Mirémonos mucho antes de desnudar la espada: no porque
seamos débiles, sino porque nuestra inexperiencia y desorden normales nos dan
la presunción de culpabilidad ante el mundo en nuestros conflictos externos; y
sobre todo porque la paz nos vale el doble que la gloria. La victoria nos dará
laureles; pero el laurel es planta estéril para América. Vale más la espiga de
la paz, que es de oro, no en la lengua del poeta, sino en la lengua del
economista. Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la edad del buen
sentido. El tipo de la grandeza americana no es Napoleón, es Washington; y
Washington no representa triunfos militares, sino prosperidad,
engrandecimiento, organización y paz. Es el héroe del orden en la libertad por excelencia.
Por sólo sus triunfos guerreros hoy estaría Washington sepultado en el olvido
de su país y del mundo. La América española tiene generales infinitos que
representan hechos de armas más brillantes y numerosos que los del general
Washington. Su título a la inmortalidad reside en la constitución admirable que
ha hecho de su país el modelo del universo, y que Washington selló con su
nombre. Rosas tuvo en su mano cómo hacer eso en la República Argentina, y su
mayor crimen es haber malogrado esa oportunidad. Reducir en dos horas una gran
masa de hombres a su octava parte por la acción del cañón: he ahí el heroísmo
antiguo y pasado. Por el contrario, multiplicar en pocos días una población
pequeña es el heroísmo del estadista moderno: la grandeza de creación, en lugar
de la grandeza salvaje de exterminio. El censo de la población es la regla de
la capacidad de los ministros americanos. Desde la mitad del siglo XVI la
América interior y mediterránea ha sido un sagrario impenetrable para la Europa
no peninsular. Han llegado los tiempos de su franquicia absoluta y general. En
trescientos años no ha ocurrido período más solemne para el mundo de Colón. La
Europa del momento no viene a tirar cañonazos a esclavos. Aspira sólo a quemar
carbón de piedra en lo alto de los ríos, que hoy sólo corren para los peces.
Abrid sus puertas de par en par a la entrada majestuosa del mundo, sin discutir
si es por concesión o por derecho; y para prevenir cuestiones, abridlas antes
de discutir. Cuando la campana del vapor haya resonado delante de la virginal y
solitaria Asunción, la sombra de Suárez quedará atónita a la presencia de los
nuevos misioneros, que visan empresas desconocidas a los jesuitas del siglo
XVIII. Las aves, poseedoras hoy de los encantados bosques, darán un vuelo de
espanto; y el salvaje del Chaco, apoyado en el arco de su flecha, contemplará
con tristeza el curso de la formidable máquina que lo íntima el abandono de
aquellas márgenes. Resto infeliz de la criatura primitiva: decid adiós al
dominio de vuestros pasados. La razón despliega hoy sus banderas sagradas en el
país que no protegerá ya con asilo inmerecido la bestialidad de la más noble de
las razas. Sobre las márgenes pintorescas del Bermejo levantará algún día la
gratitud nacional un monumento en que se lea: Al Congreso de 1852, libertador
de estas aguas, la posteridad reconocida.
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